EL AMOR EN TIEMPOS DEL DESAMOR
(A manera de prólogo)
Hay momentos en que las palabras pierden su sentido original. Es como si de repente se introdujeran en los sinuosos laberintos de la torre de Babel y cruzaran la puerta de salida convertidas en los más diversos idiomas. ¿Cómo decir las cosas?: ¿con gestos, con movimientos de pies y manos, con la voz del silencio? Hay momentos en que dudamos de todo, hasta de nuestras palabras. Es cuando inventamos otras que tal vez sólo sean comprensibles para uno mismo. Cada cual encierra su propio lenguaje. Pero ¿cómo nos comunicamos? Carlos Bousoño afirmaba, dando pábulo a nuevas controversias, que el lenguaje poético no se reduce a un conjunto de palabras en su recto significado: “la lengua falsea doblemente la realidad psicológica (convirtiendo en un género lo que es un individuo, analizando lo que es sintético) y por eso no puede comunicarla.”1
Para Paul Valéry había que distinguir dos efectos de la expresión por medio del lenguaje: transmitir un hecho y producir una emoción. La poesía es un compromiso o una cierta proporción entre esas dos funciones. En su Sintaxis lógica y filosofía, J. Carnap afirmaba que:
“La finalidad de un poema en el que aparecen las palabras rayo de sol y nube no es darnos una información de hechos meteorológicos, sino la de expresar determinadas emociones del poeta y provocar en nosotros emociones análogas.”
De acuerdo con lo anterior, el lenguaje de la poesía tiene dos dimensiones: significado y expresividad. Esta dualidad está englobada indudablemente en el tiempo y cadencia, denominado ritmo, que cada poema posee, independientemente de estar escrito en versos rimados y mensurables o en versos libres. Es el ritmo el que seduce al lector y lo compenetra en el mundo de palabras que la psique del poeta recrea con sus metáforas. Surge de este modo la comunicación poética: parte de un punto para caminar en distintas avenidas de significados. Así lo han entendido los excelsos poetas románticos, modernistas, contemporáneos y posmodernos de la lengua española, tanto los orfebres de exquisitos y cadenciosos versos rimados, Enrique González Martínez por ejemplo, como los sugerentes versos libres de Xavier Villaurrutia o de Jaime Torres Bodet.
La palabra sublima, levanta, acaricia, seduce, enamora. La palabra puente, la que busca llegar al otro cabo, la que indaga y se atreve a cruzar el sendero del hastío, la que ofrece la mano para caminar juntos por la vereda inacabable del pensamiento. La palabra navegante, la que lleva la barca del hombre hacia los anchos mares de la fantasía, la que conduce las más variadas emociones al apacible océano donde todos navegamos, la que dirige nuestras velas hacia el destino ignorado en que renaceremos. Pero todo exceso es un fastidio. Cuando la palabra desvestida de ideas impera, se convierte en torrente de lodo que avasalla.
Por fortuna, la visión y la circunstancia de los poetas es muy diversa. Gracias a ello los diletantes podemos apreciar la variedad de estilos y de planteamientos. La poesía también es testimonio de la diversidad humana, de la que nada nos es ajeno, como estableciera Terencio. No tiene puertas ni ventanas cerradas, sino una arcada donde se cuelan las ideas y se convierten en soplos de esperanza y alegría en el romance de la humanidad con el lenguaje. ¿Qué seríamos sin el ritmo, el compás, la emoción, la policromía lingüística y hasta la irreverente estética del verso y de la prosa? Seguramente alguien muy similar a los homínidos.
Y es que la poesía, por definición, civiliza. Humaniza también. Quien recoge las esencias de la vida, y acaricia una flor, sabe que el sutil movimiento de las manos y el roce de unos labios que se deslizan sobre el contorno de los pétalos abiertos al instante son el mejor homenaje a lo sublime. Nunca la poesía destruye; al contrario, edifica, porque emerge del alma y no del interés.
Un nuevo poemario se presenta en un entorno social antipoético, plagado de violencia: OTRA VEZ… AMOR. En él, Gerardo Anzaldúa, un obstinado neorromántico da a conocer los latidos de su corazón a una sociedad de nota roja en la que sólo unos cuantos Quijotes con adarga al brazo y lanza en ristre acometen la cada vez más rara empresa de leer a quienes profesan la fe en el lenguaje y en el sentimiento sublime. Difícil tarea en verdad, pero si se agotara la esperanza no habría poetas. Tampoco vida. Porque hoy, más que nunca, escribir nuestra esperanza en el centro de un páramo cada vez más desolado es rescatar al hombre de su olvido de sí mismo.
He aquí el gran mérito del poeta chilpancingueño: su inclaudicable voluntad de crear y dar sentido a las palabras de siempre en un escenario que cambia. Y es que podrán modificarse los espacios y la convivencia, pero no la esencia humana, que siempre estará por encima de toda coyuntura. Así encontraremos, en las páginas de su nueva obra, versos evocadores de ausencias luminosas; sueños dorados; nostalgias por la flama que, como su autor, sigue ardiendo en el espacio. También autodefiniciones, como aquella en que es rescatado por la musa que guía su pluma.
Internémonos, pues, en los versos, a veces revestidos de miel, en otros corrosivos –no en este caso-, pero permanentemente directos de Gerardo Anzaldúa. No hay planteamientos esquivos, el dardo va hacia el centro de su objetivo: el reconocimiento de cada quien a través de historias aparentemente ajenas, que, finalmente, también son las nuestras.
Agosto de 2013
1 Bousoño, Carlos, Teoría de la expresión poética. Hacia una explicación del fenómeno lírico a través de textos españoles, Gredos, Madrid, 1956, pp. 49-51.